¡Dios mío y todas mis cosas!
Ni el bienestar, ni la fama, ni
el amor humano, nada ni nadie, pueden llenar el vacío que se produce en el
corazón cuando falta Dios.
Autor: Pedro García, Misionero
Claretiano | Fuente: Catholic.net
Francisco de Asís, uno de los
Santos más queridos de la Iglesia, tenía este lema, que se repetía siempre:
¡Dios mío y todas mis cosas!
Con ello venía a confesar que lo único que le
interesaba en la vida, lo único en que valía la pena pensar, lo único por que
se podía aspirar es Dios y nada más que Dios. En Dios tenía toda su riqueza, y
fuera de Dios no le decían nada todas las criaturas de este mundo, que, en
tanto valen, en cuanto nos llevan a Dios.
Este mensaje de Francisco es
perenne, para todos los lugares y todos los tiempos, para los pueblos igual que
para cada persona en particular.
En nuestros días debe ser más
actual que nunca, porque aún están coleteando en el mundo las consecuencias del
ateísmo militante, y, además, se nos echa encima un nuevo paganismo.
Hoy contamos ciertas cosas del
comunismo ateo con una satisfacción muy grande. Porque, ¡gracias a Dios!,
pasaron aquellos años en que estaba proscrita la religión, y el sólo nombrar a
Dios ya era un delito penado con la misma muerte. ¿Es posible esto?... ¡Y tan
posible!
Por poner un caso nada más. En la
revolución marxista española de 1936, es allanado un apartamento en busca de
algún sacerdote. No se encuentra a nadie, porque el Padre que allí había lo
supo disimular tan bien, que los milicianos se marchaban tal como habían
venido. Lo malo fue que, al despedirse, aquel hombre, de quien no sospecharon,
los despidió cortésmente con el simple y tradicional ¡Adiós!... Los rojos
entran en sospechas.
-¿Qué es eso de
"adiós"?... Ahora se dice "¡Salud!"...
Y por aquel ¡adiós! educado que
le salió tan espontáneo, el Sacerdote paró ante el pelotón de fusilamiento...
Repetimos, ¿es posible que se odie así a Dios?...
Esto fue el comunismo en todas
partes. En Rusia, para ir contra Dios, se llegó a dar normas que nos parecen
inconcebibles. Por ejemplo, se ordenó que en todas las escuelas se escribiera
el nombre de Dios con minúscula. Porque Dios no era un ser divino, singular y
personal, sino un producto de la razón, una fantasía ingeniosa, un cuento
pasado de moda, una palabra común carente de sentido.
Sabemos que este hecho fue la
última gota que rebasó la paciencia del gran disidente soviético y premio Nobel
de Literatura. Descaradamente, se rebeló contra la orden gubernativa de
escribir así el nombre de Dios, mientras que había de escribirse con mayúscula
el de la policía o cualquier organismo del Estado. Las palabras de este
valiente tuvieron resonancia mundial:
Es el colmo de la mezquindad atea
contra la más excelsa fuerza creadora del universo, y ¡no me someteré a esta
nueva indignidad!...
Gracias a DIOS y habremos de
escribir con mayúsculas las cuatro letras del nombre bendito, que todo ha
cambiado en aquellos países esperanzadores, en los que hoy se vuelve a adorar
públicamente a Dios como es debido. El ateísmo oficial hubo de declararse impotente
frente a la fuerza interna que el Reino de Dios desarrollaba dentro del pueblo
ruso.
Pero este fenómeno es siempre
para nosotros un aviso, una invitación, una exigencia.
En la vida del hombre, y más en
nuestros tiempos de tan grave secularización, se corre el peligro de olvidar a
Dios. Más, se correría el peligro de abandonar conscientemente a Dios, si es
que Dios llegara un día a estorbar en el disfrute del mundo. Nosotros vemos el
peligro del materialismo moderno, y nos preguntamos para prevenirnos:
- ¿Quién podrá más, Dios o el
materialismo que nos rodea? ¿Quién nos seducirá definitivamente, el placer o
Dios?...
El grito del salmo: ¿Quién, fuera
de Dios?, debe tener en la vida del hombre resonancias fuertes y continuas. Es
casi un grito de guerra. La que se libra dentro de cada uno, cuando ve que a su
alrededor apostatan muchos del amor de Dios para darse sin freno a las cosas
perecederas.
Ni el bienestar, ni la fama, ni
el amor meramente humano, ni nada ni nadie, pueden llenar el vacío que se
produce en el corazón cuando falta Dios.
Lo único que nos llena es ese Dios que satisface nuestra sed de eternidad.
Un filósofo de la antigüedad
griega, después de pasearse por todo el mercado sin haber comprado nada,
pronunció su sentencia célebre:
¡De cuántas cosas no tengo necesidad alguna! Me sobra todo. Me basta la
filosofía de mi cabeza...
El hombre que se contenta con
Dios, dice también: ¡No necesito nada! Con Dios tengo bastante...
Serán inmortales los versitos de
Teresa de Jesús:
Quien a Dios tiene nada le falta:
sólo Dios basta.
Una persona célebre en nuestros
tiempos, ciega y sordomuda desde su nacimiento, pero que llegó a una superación
sorprendente, lo dijo de manera humilde, aunque profundamente sabia y con dulce
poesía:
Yo creo que Dios es para mí como
el sol para el color y la fragancia para la flor. Como la luz en las tinieblas
y la voz en mi silencio.
El ¡Dios mío y todas mis cosas!
franciscano, es no solamente la aspiración de un Santo. Es, así de sencillo, la
experiencia más elemental que dicta el simple sentido común....
P. Federico Vila, Claretiano,
mártir en Tarragona. Solsenitzyn. Helen Keller. Sal. 18, 32.
No hay comentarios:
Publicar un comentario